"A ti, Madre querida, a ti que eres doblemente mi madre, quiero confiar la
historia de mi alma... El día que me pediste que lo hiciera, pensé que eso
disiparía mi corazón al ocuparlo de sí mismo; pero después Jesús me hizo
comprender que, obedeciendo con total sencillez, le agradaría. Además,
sólo pretendo una cosa: comenzar a cantar lo que un día repetiré por toda
la eternidad: «¡¡¡Las misericordias del Señor !!!»...
Antes de coger la pluma, me he arrodillado ante la imagen de María (la
que tantas pruebas nos ha dado de las predilecciones maternales de la
Reina del cielo por nuestra familia), y le he pedido que guíe ella mi mano
para que no escriba ni una línea que no sea de su agrado. Luego, abriendo
el Evangelio, mis ojos se encontraron con estas palabras: «Subió Jesús a
una montaña y fue llamando a los que él quiso, y se fueron con él» (San
Marcos, cap. II, v. 13). He ahí el misterio de mi vocación, de mi vida entera,
y, sobre todo, el misterio de los privilegios que Jesús ha querido dispensar
a mi alma... El no llama a los que son dignos, sino a los que él quiere, o,
como dice san Pablo: «Tendré misericordia de quien quiera y me apiadaré
de quien me plazca. No es, pues, cosa del que quiere o del que se afana,
sino de Dios que es misericordioso» (Cta. a los Romanos, cap. IX, v. 15 y
16)."